gracias.a.vos.alicia
Caminaba tranquilo por la avenida como cualquiera de esos días en los que los zapatos siguen siendo zapatos y no alas, donde cada una de las realidades parecen ser lo que son, descansan. Pero ese día un manto de agua cubrió la ciudad y la dejó totalmente empapada. Fue como un estornudo de agua dulce seguido por un buen resfrio, una ventana abierta, un abrir y cerrar de ojos y zas estás todo mojado. El cielo no tenía consuelo y descargaba todas sus tristezas sobre las calles que, como podían le prestaban todos sus pañuelos. Estaba desconsolada, de eso no hay duda. Vaya a saber uno quien le habría roto el corazón a esta enormidad de cielo.
Flotaban por las aguas cada uno de los objetos que suelen encontrarse muy bien sujetados al suelo, aferrados a su estado natural de quietud absoluta. Nada se salvaba de aquella Venecia, ahogados, los bancos, aprendías el arte de caminar. Sin embargo no todos lo tomaban de modo divertido. Los que si caminan andaban asustados, maldiciendo a los siete vientos aquella agua que se les metía hasta por las orejas.
Los afortunados que permanecieron en sus casas, veían hororrizados, desde las ventanas ese espectáculo. No faltaban las ancianas rezando, los entendidos explicando el fenómeno del calentamiento global y el fin del mundo, hasta los mísitcos con las maldiciones de Dios y el pecado original. Pero lo cierto es que, al fin y al cabo, nadie se salvaba de esa buena mojadita.
Yo me habia refugiado en única ferretería del barrio. Don Guzmán se metía cuanta tuerca encontraba en el bolsillo y lloraba (o quizás ya la lluvia le estaba empapando la cara) Mi problema era el de la mayoría, me encontraba sin paraguas ni piloto o cualquier accesorio para la lluvia. Nadie habia anunciado lluvia esta mañana en el canal del tiempo, cuando me dispuse a inaugurar un nuevo día labora. Aunque el clima suele ser una de esas materias que muchos meteorólogos se llevaron a marzo.
Cuando la vitrina todavía nos defendía ( a mí y a todos los "sin patria") se veía un río desbarrancado de ramas, hojas y basura. Cada árbol estaba totalmente desnudo, con las manos lastimadas y rotas mostraba su verguenza agachando la cabeza. Todas las luces se habían apagado, el único ruido protagonista era el de la lluvia, ¡qué sinfonía hermosísima escuchar del agua corriendo! Mientras no te esté entrando por las boras de los zapatos, mojandote la rodilla y acariciandote el cuello. Qué corta parece la distancia hacia arriba cuando nuestras narices tocan su final y algo desde abajo presiona con fuerza hasta romper ese límite también.
Salir despedido por los cielos pudo haber sido el fin de muchos que se atornillaban a alguna costumbre o religión. Pero yo, hombre de libre calibre, caí como una gota más en esa masa enorme de agua. El golpe fue como una cachetada mojada, un corte finísimo en mi incorruptible cachete. Panzazo le decían cuando éramos chicos. Ahora yo diría que fue una vida más que me vendrán a cobrar en la próxima factura de ¿agua?.
Cuando finalmente pude recomponer mi conciencia y acostumbrarme a los pececitos que se habían instalado entre mis neuronas, me dí cuenta que el paisaje era oceanográficamente aterrador. Habría unos dos metros de agua y cientos de gritos, auxilios, luchadores, predicadores, ideadores, aletargados, muertos. Toda una sociedad de, ahora convertidos, en peces, que deberían sobrevivir sin esos dos piecitos y el peso de la gravedad. Cierto que más de uno estaría contento, quizás hasta sería un alivio, pero no era mi caso, ni el de la mayoría. El agua estaba fría y todo era una amenaza. Una bicileta puede parecer inofensiva, pero a 20 km por hora corriendo (nadando) directo hacia tu dirección y sin jinite al cual insultar, puedo asegurar que no es muy reconfortante.
Tenía un zapato menos, la cara ensangrentada, las piernas golpeadas, y un cansancio de varias noches sin dormir luego de una larga fiesta. En ese momento no podía entender como todavía me mantenía a flote y seguía nadando por quien sabe qué lugar. Aunque no era cualquier lugar, al menos no hasta que ví el techo de los Juarez, imposible de no reconocer, con aquel ridículo gallo en su punta y la aguja, ahora peligrosa marcando directamente hacia mi, como si me llamara.
Nadé con todas mis fuerzas hasta allí, salmón en pecera de tiburones. Cuando finalmente el gallo y yo nos reconocimos, la aguja inmediatamente marcó el rumbo hacia adelante y yo instintivamente miré hacia esa dirección.
Ahi estaba una niña llorando desesperada mientras se mantenía flotando de milagro, supongo. Fuí a su encuentro e intenté agarrarle la mano y tranquilizarla. Pero no quería moverse, sus piecitos se movían rápidamente, como si ya se hubiera adaptado a su nuevo estado de pez. Entre lágrimas y pataleos decía haber perdido a su madre. Yo le explicaba, aunque ni yo entiendo por qué se lo dije, que no era seguro quedarse allí. En cualquier momento vendría más agua y nos arrastraría como sedimentos naturales hacía quien sabe qué océano.
No habia caso seguía llorando y manteníendose a flote dando alaridos que se confundían con los truenos. Por momentos dudaba si lloraba, o si la lluvia cayendo la acunaba en un canto maternal.
No sabía que hacer, no podía dejarla allí. Estaba empezando a sentir el miedo que comienza por unos pies entumecidos y termina en el suicidio. Me sudaban la manos (no sé cómo podía notarlo) y la noche comenzaba a razgar aquel cielo descorazonado. Quise por un instante dejarme estar, realentizar los aleteos, sentir como el agua rellenaba todo mi cuerpo (que paradógicamente es de agua) y ser uno más del desfile de muertos. Pero nunca había deseado morir ahogado, era algo que me desagradaba y no podía dejar que decidieran mi propia muerte, ah no, eso no.
De un momento a otro me encontré haciendo guardia, como si la princesa se hubiera perdido y sólo le quedara su guardaespaldas.
Hacía la plancha para no cansarme (y no aburrirme) aquel sonido estaba empezando a darme sueño y entonces le hablaba a mi protegida. Ella no parecía escuchar, estaba sumida en su súplica y me ignoraba. No creo que lo hiciera a propósito, simplemente era su forma de desviar el foco de atención hacia algo más agradable que estar prácticamente sumergidos en el agua.
Cada tanto trataba de hacerla reír, metía la cabeza bajo el agua y sacaba los pies los cuales aplaudían como los de una foca. Sin mis ojos, podía percibir una pequeña sonrisa, un cierto agradecimiento por no dejarla llorar sola. Reconozco que también hacia estas monerías para descansar de sus gritos y el sonido de la lluvia golpeando con el agua, como si miles de agujas se cayeran al piso y por momento parece simpático, pero si siguen cayendo ya empiezan a pinchar y a sonar cada vez más fuerte.
En eso, con agua saliendo y entrando por todos mis orificios, le pedí que me dijera su nombre al menos. Sin esperar ninguna respuesta me sorprendió entre sus hipos y sollozos un: Alicia.
Me reí, no pude evitarlo. Y cuando lo hice dí una vuelta entera. "Como el cuento" dije en voz alta. Ella me miró asustada y prosiguió su ya conocido ritual.
Era evidente que una niña de cinco años jamás habría leído Alicia en el País de las Maravillas, por eso mi comentario le habría parecido extraño y sin sentido.
Yo me llamo Eduardo y le estiré la mano, en esos gestos tan aprendidos que no pueden ya acomodarse a las situaciones reales. Ella miró mi mano, como con asco, y miró para otro lado. La flecha del gallo marcaba ese mismo lugar en dónde estabamos, no se había movido ni un milímetro.
-Bueno Alicia, decíme algo, no voy a poder ayudarte si por lo menos no me decís a dónde vivís. Su pequeño dedito todo arrugado y con la piel empezando a levantarse señaló hacía la derecha.
Miré hacía allí como si fuera a marcarme el lugar exacto de su casa, pero lamentablemente no quedaba mucho de las casas a la vista, era Atlántida recomenzando su largo camino hacia el fondo del mar.
No era uno de esos mejores momentos para pensar, la suepervivencia suele nublar cualquier reflexión y se me hacía muy difícil enfocar mis pensamientos claramente. Trataba de recordar los niños que vivían en este barrio: "Seguramente la señora Alvarez no podía ser, sus hijos ya estaban grandes y hacía mucho que habian dejado de corretear por las calles. Los Soto tenían nietos, pero sólo venían en las vacaciones de verano porque vivían en Entre Ríos. "
Seguía visitando una a una las puertas de por lo menos 5 cuadras a la redonda en mi recordado barrio, y no podía encontrarle el hogar de esta pequeña. Tampoco podía recordara su cara, de haber tropezado con su bicicleta o haberla visto con otros niños jugando a la escondida.
Interrumpí el cuadro del recuerdo y pregunté abruptamente: -Alicia, ¿vos no sos del barrio? ¿no es cierto?
Levanto los hombros y tuve ganas de abofetearla. Qué niña más malcriada, no podía ayudarme en nada, algo tenía que saber, tanto mami, mami, alguna otra palabra tenía que haber aprendido. No tenía la más pálida idea de como una niña de cinco años habia venido a parar a este lugar, entre el gallo y yo.
La niña seguía llorando, como de costumbre. Y mi paciencia estaba rebalsandose al igual que el agua que cada vez subía más.
Estaba exhausto, hacía dos horas que aleteaba como el pez que no soy y no podía soportarlo más. Suerte la mía, un árbol estaba a unos pocos metros, y como una rama caída dejé llevarme por unos segundos hasta que me colgué de las pocas ramas que le quedaban al pobre.
-Vamos Alicia, no llores más, vení hasta aqui- le grité. Sé que esto estará mal visto, como iba a abandonarla allí, no iba a poder dominar la corriente y se la iba a llevar. Qué malvado. Pero deberán entender mi desesperación, sus gritos, su falta de cooperación, la lluvia, el frío, y los mil y un infiernos... era demasiado para un pobre hombre como yo.
Para mi sorpresa y la de ustedes seguramente, se deslizó como una hoja recien caída hacia donde estaba y la abracé muy fuerte. El gallo nos seguía era nuestra principal espectador. Enorme lágrimas se deslizaban en sus impecables mejillas y sus ojos azules parecían los de una muñeca de porcelana. Se las secaba con la mano y la acunaba en mi pecho. Aunque lloraba, me contó de su madre durmiendo la siesta, ella jugando junto a un árbol y grandes aventuras dignas de la mente de una niña de 5 años.
Me limité a escucharla, qué más podía hacer, le hacía bien jugar a haber vivido aquellas cosas. No entendía por qué luego de tales grandes alegrías estaba llorando, porque justamente ahora extrañaba a su madre cuando antes había estado tan bien haciendo sus travesuras. Sería el mismo miedo que tenía yo, aquel que también me daba ganas de gritarlo con la plabra mamá y salir corriendo (bueno, ustedes entienden) a un lugar seco y seguro.
-No tengas miedo, vas a ver que en un rato va a parar, no puede llover por siempre. Después e la lluvia siempre sale el sol - repetí poco convencido.
Alicia tampoco pareció gustarle mi dicho y rompió en su llanto que ya era como su forma de hablar.
Sus labios temblaban y se tornaban azulados, seguramente los míos también. Por ello la agarré de la cintura y como un canguro llevando a su cría, la llevé hasta mi casa, situada a pocos metros de allí, o lo que quedaba de ella.
La niña pataleaba y me razguñaba, no quería salirse de aquel radio secretamente estipulado. El gallo no nos seguía. No sabía que pensar, quizás estaba haciendo mal y estaba llevandonos a una muerte segura. Qué perdíamos, a esta altura, no había muchas opciones más.
Llegamos con mucho esfuerzo a la puerta de mi casa, la cual, por razones obvias no pude abrir por la presión del agua ejercida desde dentro. Rompí una ventana lateral, esperamos que la cascada de agua se precipitara hacia el exterior y entramos con cuidado. El primer piso estaba todo inundado, asique tuvimos que nadar por las escaleras y refugiarnos en la azotea, único territorio seco libre de agua. Qué paradógico, pensaba, siempre le tenemos miedo a las azoteas y sótanos y suelen ser el único lugar seguro dónde podemos quedarnos en situaciones límite. ¿De dónde vendrá el miedo? Quizás nos recuerden los extremos que solemos evitar en la laguna tranquila de la rutina. Aquel espacio donde albergamos lo que queremos olvidar, y ocultamos con polvo. El medio, lo tibio, los colores pasteles, tan cobardes.
El techo era demasiado bajo y yo tenía que estar agachado para poder entrar. Para qué construir un espacio más grande, si se trataba de un depósito de objetos en desuso.
Alicia ahora pataleaba, ahora contra el piso. Sus dos manos y sus dos pies bailaban en forma horizontal contra la madera. Seguramente se estaría golpeando, pero no parecía importarle en absoluto. Volvímos al ¡¡Mamá, mamá, mamá.!! y no podía calmarla.
Qué niña más insoportable, debería haberla dejado dónde estaba. quién me manda a hacerme el salvador de almas, si nisiquiera puedo hacerme cargo de mi mismo.
El agua seguía subiendo. Se asomaba tímida por los bordes de la puerta, comenzaba a llenar aquel cerrado lugar, y me daba cuenta que mi idea habia sido más que pésima.
Por arte de mágia, como en las películas, encontré un acha en la primera mirada fulminante que le hice al lugar (como sino fuera mi propia casa) e intantáneamente empecé a romper el techo de madera (para nuestra suerte) para salir de allí.
Era muy difcíl golpear, ya que no podía utilizar todo mi cuerpo. De momentos no diferenciaba entre el techo y mi propia cabeza. Era un esfuerzo más que humano, divino, satánico para salir de esa trampa. Alicia seguía llorando, ahora salpicando con agua todo el lugar.
Luego de una hora, o algo así como laaargo, logré hacer un agujero donde cabríamos con suerte. La lluvia entraba nuevamente al lugar y mojaba nuestras ropas, que habían empezado a secarse.
Agarré a Alicia y salimos al techo. Sólo se veían otros techos y el gallo mirándonos fijamente. Uff me ponía la piel de gallina aquella flecha inquisidora y esta niña en su ataque de histeria. Un buen sopapo le vendría bien, lástima que no es mi hija, y jamás podría levantarle la mano a una mujer, me decía para mis adentros.
Ya no sabía que hacer, era cuestión de horas que estaríamos de nuevo en el agua y en otro par de horas nos cansaríamos de nadar, por falta de energía, y moriríamos. ¿Para que alargarlo más? pensaba. Cuándo en medio de toda esa desesperanza tan gris como el exterior recordé aquel baúl en la azotea dónde guardaba diferente cosas, quizás podríamos usarlo de canoa o algo.
Bajé nuevamente y le dí instrucciones expresas a la niña para que se quedara allí. Evidentemente le tenía miedo a las alturas y sólo por eso se quedó quietita pero llorona, como siempre.
"Cómo hace para llorar tanto, yo no puedo, al menos luego de un rato me duelen tanto los músculos que por el dolor mismo tengo que parar", pensaba y revolvía entre esos cachivaches juntados por años de porquerías varias.
Mientras sacaba todo me topé con aquel libro del cuál me había reído al conocer a Alicia en este contexto. No podía ser casual, las casualidades no existen. Entonces me asombró tenerlo, estaba bastante destruído, era uno de mis libros favoritos de niño y lo habia releído montones de veces. Es más, me reprochaba a mi mismo haberlo tirado en ese baúl de los recuerdos perdidos. Lo atraje contra mi pecho y pensé en llevarlo para leerselo a la tocaya de la histora, quizás así se tranquilizaría.
Cuándo llegué arriba, había olvidado la idea del baúl, como si aquel libro nos fuera a sacar de allí con palabras que formarían una canoa o que escribirían un sol junto con un desague de bañadera.
Alicia estaba sentada como indio, llorando a más no poder, el cielo estaba cada vez más negros, rayos, truenos, y más agua.
-Mirá- y moví el libro como si tuviera vida propia delante de sus ojos de vidrio coloradísimos.
Ella hizo un silencio increíble y pareció enmudecer hasta el latir de mi propio corazón.
-Este es el libro dónde el personaje principal se llama Alicia, como vos. ¿Querés que te lea un poco?
Asintió con la cabeza y comencé a leerlo. No podía creer que después de todos los esfuerzos que habia hecho para tratar de mantenernos vivos un libro pudiera atraerle su atención y abstraerla de su más preciado deseo: lo que todos ya sabemos.
Su entusiasmo crecía con la velocidad del conejo blanco corriendo por los troncos de los árboles que llevaban a mundos fantásticos. Estuvimos en ese mundo por horas. No tuvimos que preocuparnos por la comida, no teníamos hambra ni frío ni nada. Estábamos en un éxtasis de tréboles y naipes dictadores.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, lo único que puedo recordar es despertarme con el sonido del despertador a las ocho de la mañana, como todos los días, con los anteojos puestos y la última página sin leer de aquel libro entre mis manos.
La leí por supuesto y al final habia una leyendo que decía: Gracias y una sonrisa :)
Sonreí y afuera llovía a cántaros. Me asomé por la ventana y ví que el gallo señalaba hacía mi dirección y mi vecino decía: Se viene una linda tormentita.
Yo, no quería desanimarlo, pero le dije: si, no sabe, una de aquellas.
Me miró asombrado, el pobre hombre habrá pensado que tuve un mal sueño pero al contrario.
Flotaban por las aguas cada uno de los objetos que suelen encontrarse muy bien sujetados al suelo, aferrados a su estado natural de quietud absoluta. Nada se salvaba de aquella Venecia, ahogados, los bancos, aprendías el arte de caminar. Sin embargo no todos lo tomaban de modo divertido. Los que si caminan andaban asustados, maldiciendo a los siete vientos aquella agua que se les metía hasta por las orejas.
Los afortunados que permanecieron en sus casas, veían hororrizados, desde las ventanas ese espectáculo. No faltaban las ancianas rezando, los entendidos explicando el fenómeno del calentamiento global y el fin del mundo, hasta los mísitcos con las maldiciones de Dios y el pecado original. Pero lo cierto es que, al fin y al cabo, nadie se salvaba de esa buena mojadita.
Yo me habia refugiado en única ferretería del barrio. Don Guzmán se metía cuanta tuerca encontraba en el bolsillo y lloraba (o quizás ya la lluvia le estaba empapando la cara) Mi problema era el de la mayoría, me encontraba sin paraguas ni piloto o cualquier accesorio para la lluvia. Nadie habia anunciado lluvia esta mañana en el canal del tiempo, cuando me dispuse a inaugurar un nuevo día labora. Aunque el clima suele ser una de esas materias que muchos meteorólogos se llevaron a marzo.
Cuando la vitrina todavía nos defendía ( a mí y a todos los "sin patria") se veía un río desbarrancado de ramas, hojas y basura. Cada árbol estaba totalmente desnudo, con las manos lastimadas y rotas mostraba su verguenza agachando la cabeza. Todas las luces se habían apagado, el único ruido protagonista era el de la lluvia, ¡qué sinfonía hermosísima escuchar del agua corriendo! Mientras no te esté entrando por las boras de los zapatos, mojandote la rodilla y acariciandote el cuello. Qué corta parece la distancia hacia arriba cuando nuestras narices tocan su final y algo desde abajo presiona con fuerza hasta romper ese límite también.
Salir despedido por los cielos pudo haber sido el fin de muchos que se atornillaban a alguna costumbre o religión. Pero yo, hombre de libre calibre, caí como una gota más en esa masa enorme de agua. El golpe fue como una cachetada mojada, un corte finísimo en mi incorruptible cachete. Panzazo le decían cuando éramos chicos. Ahora yo diría que fue una vida más que me vendrán a cobrar en la próxima factura de ¿agua?.
Cuando finalmente pude recomponer mi conciencia y acostumbrarme a los pececitos que se habían instalado entre mis neuronas, me dí cuenta que el paisaje era oceanográficamente aterrador. Habría unos dos metros de agua y cientos de gritos, auxilios, luchadores, predicadores, ideadores, aletargados, muertos. Toda una sociedad de, ahora convertidos, en peces, que deberían sobrevivir sin esos dos piecitos y el peso de la gravedad. Cierto que más de uno estaría contento, quizás hasta sería un alivio, pero no era mi caso, ni el de la mayoría. El agua estaba fría y todo era una amenaza. Una bicileta puede parecer inofensiva, pero a 20 km por hora corriendo (nadando) directo hacia tu dirección y sin jinite al cual insultar, puedo asegurar que no es muy reconfortante.
Tenía un zapato menos, la cara ensangrentada, las piernas golpeadas, y un cansancio de varias noches sin dormir luego de una larga fiesta. En ese momento no podía entender como todavía me mantenía a flote y seguía nadando por quien sabe qué lugar. Aunque no era cualquier lugar, al menos no hasta que ví el techo de los Juarez, imposible de no reconocer, con aquel ridículo gallo en su punta y la aguja, ahora peligrosa marcando directamente hacia mi, como si me llamara.
Nadé con todas mis fuerzas hasta allí, salmón en pecera de tiburones. Cuando finalmente el gallo y yo nos reconocimos, la aguja inmediatamente marcó el rumbo hacia adelante y yo instintivamente miré hacia esa dirección.
Ahi estaba una niña llorando desesperada mientras se mantenía flotando de milagro, supongo. Fuí a su encuentro e intenté agarrarle la mano y tranquilizarla. Pero no quería moverse, sus piecitos se movían rápidamente, como si ya se hubiera adaptado a su nuevo estado de pez. Entre lágrimas y pataleos decía haber perdido a su madre. Yo le explicaba, aunque ni yo entiendo por qué se lo dije, que no era seguro quedarse allí. En cualquier momento vendría más agua y nos arrastraría como sedimentos naturales hacía quien sabe qué océano.
No habia caso seguía llorando y manteníendose a flote dando alaridos que se confundían con los truenos. Por momentos dudaba si lloraba, o si la lluvia cayendo la acunaba en un canto maternal.
No sabía que hacer, no podía dejarla allí. Estaba empezando a sentir el miedo que comienza por unos pies entumecidos y termina en el suicidio. Me sudaban la manos (no sé cómo podía notarlo) y la noche comenzaba a razgar aquel cielo descorazonado. Quise por un instante dejarme estar, realentizar los aleteos, sentir como el agua rellenaba todo mi cuerpo (que paradógicamente es de agua) y ser uno más del desfile de muertos. Pero nunca había deseado morir ahogado, era algo que me desagradaba y no podía dejar que decidieran mi propia muerte, ah no, eso no.
De un momento a otro me encontré haciendo guardia, como si la princesa se hubiera perdido y sólo le quedara su guardaespaldas.
Hacía la plancha para no cansarme (y no aburrirme) aquel sonido estaba empezando a darme sueño y entonces le hablaba a mi protegida. Ella no parecía escuchar, estaba sumida en su súplica y me ignoraba. No creo que lo hiciera a propósito, simplemente era su forma de desviar el foco de atención hacia algo más agradable que estar prácticamente sumergidos en el agua.
Cada tanto trataba de hacerla reír, metía la cabeza bajo el agua y sacaba los pies los cuales aplaudían como los de una foca. Sin mis ojos, podía percibir una pequeña sonrisa, un cierto agradecimiento por no dejarla llorar sola. Reconozco que también hacia estas monerías para descansar de sus gritos y el sonido de la lluvia golpeando con el agua, como si miles de agujas se cayeran al piso y por momento parece simpático, pero si siguen cayendo ya empiezan a pinchar y a sonar cada vez más fuerte.
En eso, con agua saliendo y entrando por todos mis orificios, le pedí que me dijera su nombre al menos. Sin esperar ninguna respuesta me sorprendió entre sus hipos y sollozos un: Alicia.
Me reí, no pude evitarlo. Y cuando lo hice dí una vuelta entera. "Como el cuento" dije en voz alta. Ella me miró asustada y prosiguió su ya conocido ritual.
Era evidente que una niña de cinco años jamás habría leído Alicia en el País de las Maravillas, por eso mi comentario le habría parecido extraño y sin sentido.
Yo me llamo Eduardo y le estiré la mano, en esos gestos tan aprendidos que no pueden ya acomodarse a las situaciones reales. Ella miró mi mano, como con asco, y miró para otro lado. La flecha del gallo marcaba ese mismo lugar en dónde estabamos, no se había movido ni un milímetro.
-Bueno Alicia, decíme algo, no voy a poder ayudarte si por lo menos no me decís a dónde vivís. Su pequeño dedito todo arrugado y con la piel empezando a levantarse señaló hacía la derecha.
Miré hacía allí como si fuera a marcarme el lugar exacto de su casa, pero lamentablemente no quedaba mucho de las casas a la vista, era Atlántida recomenzando su largo camino hacia el fondo del mar.
No era uno de esos mejores momentos para pensar, la suepervivencia suele nublar cualquier reflexión y se me hacía muy difícil enfocar mis pensamientos claramente. Trataba de recordar los niños que vivían en este barrio: "Seguramente la señora Alvarez no podía ser, sus hijos ya estaban grandes y hacía mucho que habian dejado de corretear por las calles. Los Soto tenían nietos, pero sólo venían en las vacaciones de verano porque vivían en Entre Ríos. "
Seguía visitando una a una las puertas de por lo menos 5 cuadras a la redonda en mi recordado barrio, y no podía encontrarle el hogar de esta pequeña. Tampoco podía recordara su cara, de haber tropezado con su bicicleta o haberla visto con otros niños jugando a la escondida.
Interrumpí el cuadro del recuerdo y pregunté abruptamente: -Alicia, ¿vos no sos del barrio? ¿no es cierto?
Levanto los hombros y tuve ganas de abofetearla. Qué niña más malcriada, no podía ayudarme en nada, algo tenía que saber, tanto mami, mami, alguna otra palabra tenía que haber aprendido. No tenía la más pálida idea de como una niña de cinco años habia venido a parar a este lugar, entre el gallo y yo.
La niña seguía llorando, como de costumbre. Y mi paciencia estaba rebalsandose al igual que el agua que cada vez subía más.
Estaba exhausto, hacía dos horas que aleteaba como el pez que no soy y no podía soportarlo más. Suerte la mía, un árbol estaba a unos pocos metros, y como una rama caída dejé llevarme por unos segundos hasta que me colgué de las pocas ramas que le quedaban al pobre.
-Vamos Alicia, no llores más, vení hasta aqui- le grité. Sé que esto estará mal visto, como iba a abandonarla allí, no iba a poder dominar la corriente y se la iba a llevar. Qué malvado. Pero deberán entender mi desesperación, sus gritos, su falta de cooperación, la lluvia, el frío, y los mil y un infiernos... era demasiado para un pobre hombre como yo.
Para mi sorpresa y la de ustedes seguramente, se deslizó como una hoja recien caída hacia donde estaba y la abracé muy fuerte. El gallo nos seguía era nuestra principal espectador. Enorme lágrimas se deslizaban en sus impecables mejillas y sus ojos azules parecían los de una muñeca de porcelana. Se las secaba con la mano y la acunaba en mi pecho. Aunque lloraba, me contó de su madre durmiendo la siesta, ella jugando junto a un árbol y grandes aventuras dignas de la mente de una niña de 5 años.
Me limité a escucharla, qué más podía hacer, le hacía bien jugar a haber vivido aquellas cosas. No entendía por qué luego de tales grandes alegrías estaba llorando, porque justamente ahora extrañaba a su madre cuando antes había estado tan bien haciendo sus travesuras. Sería el mismo miedo que tenía yo, aquel que también me daba ganas de gritarlo con la plabra mamá y salir corriendo (bueno, ustedes entienden) a un lugar seco y seguro.
-No tengas miedo, vas a ver que en un rato va a parar, no puede llover por siempre. Después e la lluvia siempre sale el sol - repetí poco convencido.
Alicia tampoco pareció gustarle mi dicho y rompió en su llanto que ya era como su forma de hablar.
Sus labios temblaban y se tornaban azulados, seguramente los míos también. Por ello la agarré de la cintura y como un canguro llevando a su cría, la llevé hasta mi casa, situada a pocos metros de allí, o lo que quedaba de ella.
La niña pataleaba y me razguñaba, no quería salirse de aquel radio secretamente estipulado. El gallo no nos seguía. No sabía que pensar, quizás estaba haciendo mal y estaba llevandonos a una muerte segura. Qué perdíamos, a esta altura, no había muchas opciones más.
Llegamos con mucho esfuerzo a la puerta de mi casa, la cual, por razones obvias no pude abrir por la presión del agua ejercida desde dentro. Rompí una ventana lateral, esperamos que la cascada de agua se precipitara hacia el exterior y entramos con cuidado. El primer piso estaba todo inundado, asique tuvimos que nadar por las escaleras y refugiarnos en la azotea, único territorio seco libre de agua. Qué paradógico, pensaba, siempre le tenemos miedo a las azoteas y sótanos y suelen ser el único lugar seguro dónde podemos quedarnos en situaciones límite. ¿De dónde vendrá el miedo? Quizás nos recuerden los extremos que solemos evitar en la laguna tranquila de la rutina. Aquel espacio donde albergamos lo que queremos olvidar, y ocultamos con polvo. El medio, lo tibio, los colores pasteles, tan cobardes.
El techo era demasiado bajo y yo tenía que estar agachado para poder entrar. Para qué construir un espacio más grande, si se trataba de un depósito de objetos en desuso.
Alicia ahora pataleaba, ahora contra el piso. Sus dos manos y sus dos pies bailaban en forma horizontal contra la madera. Seguramente se estaría golpeando, pero no parecía importarle en absoluto. Volvímos al ¡¡Mamá, mamá, mamá.!! y no podía calmarla.
Qué niña más insoportable, debería haberla dejado dónde estaba. quién me manda a hacerme el salvador de almas, si nisiquiera puedo hacerme cargo de mi mismo.
El agua seguía subiendo. Se asomaba tímida por los bordes de la puerta, comenzaba a llenar aquel cerrado lugar, y me daba cuenta que mi idea habia sido más que pésima.
Por arte de mágia, como en las películas, encontré un acha en la primera mirada fulminante que le hice al lugar (como sino fuera mi propia casa) e intantáneamente empecé a romper el techo de madera (para nuestra suerte) para salir de allí.
Era muy difcíl golpear, ya que no podía utilizar todo mi cuerpo. De momentos no diferenciaba entre el techo y mi propia cabeza. Era un esfuerzo más que humano, divino, satánico para salir de esa trampa. Alicia seguía llorando, ahora salpicando con agua todo el lugar.
Luego de una hora, o algo así como laaargo, logré hacer un agujero donde cabríamos con suerte. La lluvia entraba nuevamente al lugar y mojaba nuestras ropas, que habían empezado a secarse.
Agarré a Alicia y salimos al techo. Sólo se veían otros techos y el gallo mirándonos fijamente. Uff me ponía la piel de gallina aquella flecha inquisidora y esta niña en su ataque de histeria. Un buen sopapo le vendría bien, lástima que no es mi hija, y jamás podría levantarle la mano a una mujer, me decía para mis adentros.
Ya no sabía que hacer, era cuestión de horas que estaríamos de nuevo en el agua y en otro par de horas nos cansaríamos de nadar, por falta de energía, y moriríamos. ¿Para que alargarlo más? pensaba. Cuándo en medio de toda esa desesperanza tan gris como el exterior recordé aquel baúl en la azotea dónde guardaba diferente cosas, quizás podríamos usarlo de canoa o algo.
Bajé nuevamente y le dí instrucciones expresas a la niña para que se quedara allí. Evidentemente le tenía miedo a las alturas y sólo por eso se quedó quietita pero llorona, como siempre.
"Cómo hace para llorar tanto, yo no puedo, al menos luego de un rato me duelen tanto los músculos que por el dolor mismo tengo que parar", pensaba y revolvía entre esos cachivaches juntados por años de porquerías varias.
Mientras sacaba todo me topé con aquel libro del cuál me había reído al conocer a Alicia en este contexto. No podía ser casual, las casualidades no existen. Entonces me asombró tenerlo, estaba bastante destruído, era uno de mis libros favoritos de niño y lo habia releído montones de veces. Es más, me reprochaba a mi mismo haberlo tirado en ese baúl de los recuerdos perdidos. Lo atraje contra mi pecho y pensé en llevarlo para leerselo a la tocaya de la histora, quizás así se tranquilizaría.
Cuándo llegué arriba, había olvidado la idea del baúl, como si aquel libro nos fuera a sacar de allí con palabras que formarían una canoa o que escribirían un sol junto con un desague de bañadera.
Alicia estaba sentada como indio, llorando a más no poder, el cielo estaba cada vez más negros, rayos, truenos, y más agua.
-Mirá- y moví el libro como si tuviera vida propia delante de sus ojos de vidrio coloradísimos.
Ella hizo un silencio increíble y pareció enmudecer hasta el latir de mi propio corazón.
-Este es el libro dónde el personaje principal se llama Alicia, como vos. ¿Querés que te lea un poco?
Asintió con la cabeza y comencé a leerlo. No podía creer que después de todos los esfuerzos que habia hecho para tratar de mantenernos vivos un libro pudiera atraerle su atención y abstraerla de su más preciado deseo: lo que todos ya sabemos.
Su entusiasmo crecía con la velocidad del conejo blanco corriendo por los troncos de los árboles que llevaban a mundos fantásticos. Estuvimos en ese mundo por horas. No tuvimos que preocuparnos por la comida, no teníamos hambra ni frío ni nada. Estábamos en un éxtasis de tréboles y naipes dictadores.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, lo único que puedo recordar es despertarme con el sonido del despertador a las ocho de la mañana, como todos los días, con los anteojos puestos y la última página sin leer de aquel libro entre mis manos.
La leí por supuesto y al final habia una leyendo que decía: Gracias y una sonrisa :)
Sonreí y afuera llovía a cántaros. Me asomé por la ventana y ví que el gallo señalaba hacía mi dirección y mi vecino decía: Se viene una linda tormentita.
Yo, no quería desanimarlo, pero le dije: si, no sabe, una de aquellas.
Me miró asombrado, el pobre hombre habrá pensado que tuve un mal sueño pero al contrario.
Gracias a vos Alicia.
Etiquetas: cuentos
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